martes, 12 de diciembre de 2017

GANADORES DEL CONCURSO DE REALTOS CORTOS

María Reyes Sanz con el relato "Cuando eres pequeños y se hace verano" y Lucía González con "En danza" han sido las obras ganadores en categoría adulta e infantil del primer concurso de relatos cortos que hemos organizado con motivo de las II Jornadas Literarias que hemos llevado a cabo junto con el Ayuntamiento. 

El premio ha consistido en un vale de 50€ a gastar en la librería "La Esquina del Zorro" que ha estado durante estas jornadas con su stand en la biblioteca acercándonos al mundo de la literatura.  


CUANDO ERES PEQUEÑO Y SE HACE VERANO

Cuando te sientas y te dejas llevar con el pensamiento a ese viaje en el tiempo que un día fue y te abandonas en los recuerdos recónditos, esos que de no recordar casi no recuerdas, pero que cuando alguien te los zarandea un poco se agolpan todos por salir, te invade una sensación de felicidad y nostalgia que te reprocha no sacarlos de paseo con más frecuencia.
Hoy, gracias a vosotros, voy a abrir mi baúl de los recuerdos que ya se prestan impacientes a volar y jugar con mi corazón. Seguro que una vez más compartimos emociones que son sólo nuestras.
Digo que son sólo nuestras porque no creo que sea muy habitual que te despierten por la mañana, después de una noche toledana, bueno segoviana, en la que la banda sonora abarque tanto sonido nocturno, que en las noches con suerte se relaja con el paso de las horas, eso…… con el paso de las horas que en esta casa era tan evidente gracias al reloj del Ayuntamiento, al que casi podíamos dar cuerda desde la ventana de una de las habitaciones.
Volviendo al despertar, ¡Vamos!, ¡arriba, que ya han pasado las burras de leche!, esa era una, pero y la de: ¡a ver qué quieres, spray de la garganta o agua oxigenada!?!? Y tú, medio inconsciente, todavía pensabas, ¿qué hace?, ¿qué dice de agua oxigenada si no me pasa nada? se ha equivocado de habitación, seguro. Mientras, te dabas la vuelta en la cama y te encontrabas pegados a tu cara los pies de alguien al tiempo que te empujaban los tuyos porque se los ponías en la boca a la prima o hermana que esa noche le había tocado dormir al otro lado de la cama.
Salir de la habitación del fondo a la derecha por la noche era misión imposible, ríanse de James Bond, pero por la mañana se convertía en una carrera de obstáculos: colchones, sábanas, pies, zapatillas, botijo …… Bajar por la escalera, en ayunas claro, a esas horas en las que el sol invadía la casa, era como empezar un libro por la página veinte, pensabas …..algo me he saltado, aquí huele a cocido que tumba, están las mamás trajinando en la cocina como si no hubiera mañana y yo aquí, en pijama, despeinada y sin desayunar. Vamos a bajar sigilosas a ver si no se enteran y enfilamos pal baño.
Cuando te sientes victoriosa porque has bajado las escaleras sin que te vean desde la cocina y vuelves para el cocedero tan contenta, te encuentras a la abuela agachada delante del cocido. Y justo cuando crees que la puedes esquivar sin que se percate se incorpora y, bueno, cada uno con su recuerdo.
Aún recuerdo la cocina en la que tenían la cocinita a la izquierda sobre la mesa pequeña donde comían los más pequeños y enfrente la de leña donde freían el pescado o los huevos fritos mientras por la ventana nos llamaban a cenar, o por la que nos asomábamos subidos a la bici preguntando cuanto quedaba para entrar. Y esos sábados de película después de comer en los que las más jóvenes nos acicalábamos las uñas y elegíamos el esmalte en función de la ropa que nos fuéramos a poner para salir.
Quién no recuerda esa despensa muy próxima a la tele de la que salían tan ricos olores y que los más osados registrábamos en busca de lo que fuera, pero que la abuela
no se diera cuenta, tarea ardua porque siempre se daba cuenta. Alguna vez, mientras veíamos tranquilos y apaciguados la tele nos sorprendió un pequeño y atrevido ratoncito que salía del cuarto de la despensa y que no sabía dónde se había metido, pues le llovían gritos y escobazos por todas partes.
Por esa ventana de la cocina veíamos pasar las ovejas de fulanito y las vacas de menganito, para nosotros era todo un acontecimiento. ¡Ovejas y vacas por la ventana, pero dónde se ha visto! Pero tranquilos, no iban, venían ya.
La hora de la comida era un poema en casa, veinte adultos y diecinueve jovencitos y niños. ¿Y yo dónde me siento? ¡Tú con los pequeños! Guapos que por ahí hemos pasado todos, que los que éramos medianitos también hemos vivido lo que era ser pequeño entre tanto grande. ¡Vaaale, yo con los pequeños, ¿en la mesa pequeña? !No, tú en la de la cocina! Como para casi todo en la vida hay categorías, bueno, pues en esta casa había mesa para los papás, mesa para los primos mayores y la mesa pequeña para los primos pequeños. Los pequeños que no dejaban de protestar, y aún hoy no dejan de hacerlo y recordárnoslo con cierto rintintín, por que comían agachados entre las rodillas que tenían incrustadas en la mesa. Basta con mirarles hoy en día, todos ellos cerca de los dos metros de altura, para entender cómo debían sentirse.
El cocedero también nos acogía esas tardes de tormentas en las que se iba la luz y no sabíamos dónde ir. Ahí nos tienes sentados a todos alrededor de la mesa mirando las velas. ¡Las velas! Ya verás. Si dejas caer la cera caliente en la mano podemos hacer una bola de cera. Una bola de cera grande, una pequeña y ampollas en la palma de la mano de todas las tallas.
Ah, pero no os vayáis todavía del cocedero porque al lado había una estancia para, entre otras cosas, guardar leña, cabezas de girasol, piñas de albar y sacos de trigo. ¡Sacos de trigo! ¿Os acordáis, sacos de trigo, chicles, os suena verdad?
Otra jaimitada: si te metes un puñado de trigo en la boca y lo masticas un buen rato te haces chicle. ¡Todos al saco!. Granos de trigo por toda la mesa y, de repente, se oye cada vez más cerca el umm, umm, umm, que hacía el abuelo. Imaginaros a todos barriendo la mesa con las manos para que allí no quedara ni muestra, unos tragando y otros reservando el “chicle” en la boca. Y el abuelo nos veía allí tan sentaditos de tertulia y decía: ¿qué hacéis chicos? Umm, que tranquilos estáis. Dada su sobrada experiencia como padre de nueve hijos y abuelo de veinte nietos sabía que esa cuadrilla de rapaces tan buenos algo tramaban, pero en esa ocasión no nos descubrió, o al menos nos hace ilusión pensar que así fue.
Esas tardes de verano daban mucho de sí.
Las tardes de primos podían ir desde ir en tropel a cazar ranas al terrero, recolectar girasoles o, llamarlo como queráis, con una golondrina
Lo de ir a cazar ranas al terrero una panda de chiquillos de todas las edades que cuando no grita uno que ha pillado una, otro que no se dejan coger y los demás correteando de un lado a otro para ¡a ver!!!!!. Os lo podéis imaginar. ¡Coger ranas, lo que es coger ranas, no cogíamos ni una, pero nos reíamos como nadie!
¿Y ahora dónde vamos? Un poco más adelante a la izquierda hay una tierra de girasoles. Y todos de acuerdo como pocas veces. Y como tal plaga de termitas allí nos
encaminábamos. Una vez en la tierra nos metíamos para que no nos vieran. ¡Ilusos, vernos no, pero oírnos, desde el pueblo! Nos sentábamos en los surcos y a zampar las cabezas de girasol que habíamos estado escogiendo como expertos cosecheros.
La golondrina, la tarde de la inocente golondrina. Cuando la menciones mira a tus primos y sus sonrisitas les delatará.
Hacía un sol de justicia a primera hora de una tarde de verano y el aburrimiento nos llevó a dar un paseo por el pueblo. Los únicos habitantes capaces de salir a la calle a esas horas eran los nietos de la señora Isabel y dos osadas golondrinas que tomaban la sombra sobre el brazo de una farola. ¡A que la doy y la tiro! ¡Si, claro y yo! Corto ni perezoso busca una piedra, la lanza y zasss, la dió. Y todos al unísono: ¡Ala, la has tirado!. No sabes que con las golondrinas no se puede jugar, que son pájaros sagrados.
Todos corriendo a ver las dimensiones del descalabro, asegurándonos de no tener espectadores, para tratar de restañar sus heridas y ayudarla para que volviera volando a su sitio como si nada hubiera pasado. Pero la pobre no se había recuperado de la pedrada y el impacto contra el suelo cuando se le acercan por todas partes un montón de críos gritando, creo que a la golondrina se le petrificaron las alas en el momento. Más le hubiera gustado a ella salir volando pero tanto veterinario improvisado se lo impedía.
Tras pasar el examen médico la lanzamos al aire para comprobar que volaba pero nada, así varias veces hasta que en una de ellas remontó el vuelo para nuestra sorpresa y fue a posarse al poyete de una de las ventanas del Ayuntamiento. Eso era muy alto, no podía ser porque la caída podía ser muy peligrosa, hay que recuperarla. ¿Cómo? ¡Entrando al Ayuntamiento y cogiéndola!
Aquí, como cuando de liarla se trataba, todos a una. Allá fuimos todos, pero todos decididos a salvar a la golondrina. Por aquellas casualidades el Consistorio estaba abierto, dimos las buenas tardes, nadie nos correspondió, y nos dispusimos a subir a la planta de arriba que es donde nos esperaba la golondrina. Había que buscar en qué despacho estaba esa ventana así que como no había quien nos indicara nos desplegamos y buscamos. Mirar, otro despacho, aquí hay una ventana y aquí una báscula grande. Algunas recuerdan bailar el “bimbó, bimbó, que está causando sensación” sobre esa báscula.
Lo último que recuerdo de esa tarde es vernos a todos arriba pasmados cuando no sé quién dijo: la abuela está esperándonos al pie de la escalera y dice que bajemos.
Agolpados en la parte superior de la escalera todos ojipláticos no dábamos crédito, era la abuela esperando que bajáramos y no precisamente para pedirnos explicaciones. De uno en uno, primero los mayores para ver cómo pintaba, y después los demás, recibimos las suyas.
Os preguntaréis ¿Quién le dijo que estábamos allí?, ¿qué fue de la golondrina? Enigmas sin responder.
Las tardes de piscina en Aguilafuente fueron evolucionando con el tiempo. En un principio mi padre, el tío Pepe para vosotros, nos llevaba con el coche y nos recogía. Pero cuando crecimos íbamos en bicicleta premonizando la estela de lo que iba a ser Perico Delgado. En una de esas tardes de verano para las que están hechas las bicicletas nos disponíamos a encaminarnos a Sauquillo Raquel, Nuria y yo. Cada una montada en
su flamante bicicleta cuando a mitad de camino una grita: ¡He pinchadoooo! ¡Oh noooo! No había móviles. Pasaban pocos coches. Aaaahhhh! ¡No importa, tenemos chicles! Las tres como locas mascando chicles para ponerlos sobre el pinchazo. Todo esfuerzo fue infructuoso. Había que buscar otra solución y rápido porque el sol se estaba poniendo.
¡Ya está! La que había pinchado en el centro y las otras dos a los lados agarrándola del manillar y tirando de ella. Magnífica solución para la pinchada que cuando se avecinaban coches era lanzada por las otras dos a una velocidad increíble para que no detuviera la marcha. Velocidad increíble …. Que pequeñas se hacían las cunetas y que profundas sus caceras. La ávida ciclista lanzada hacía gala de un gran dominio de la bicicleta para no acabar tomándoles las medidas.
El día que en casa decían que esa tarde íbamos todos al pinar a coger piñas y manzanilla éramos felices. Y saltamonteeeeessss!!!! A la hora de merendar sacaba mi padre, el tío Pepe, el magnetófono y el cassette con el micrófono y el tío Manolo nos deleitaba con su arte, cantando las canciones de La Niña de la Puebla. Los más pequeños tomábamos sitio en el suelo como si de las butacas del Teatro Real se tratara para escucharle ensimismados y verle cuál cantante famoso mientras devorábamos el bocadillo de tulicrem. Seguro que aún se conserva alguna cinta de aquellas.
Los paseos nocturnos por Carra Aguilafuente o Carra Turégano no eran moco de pavo. ¿Os acordáis? Era costumbre en las noches de verano salir todos, grandes y pequeños, a pasear por la carretera en dirección a Turégano o Aguilafuente, unos hablando sobre lo bien que se veían las estrellas y poniéndolas nombre, otros comiendo pipas para conseguir los cromos de los álbumes de animales y terminarlos antes de que acabaran las vacaciones, los más livianitos corriendo y otros, aprovechando que cada uno iba a lo suyo, escondiéndose en los matorrales de la cuneta para sorprender al resto apareciendo de la nada en medio de la carretera cubierto con una sábana. El cuadro os lo podéis imaginar, voces fantasmagóricas que espantaban horrorizados a los peques que iban delante y que se desgañitaban mientras corrían buscando el cobijo de las mamás que también gritaban asustadas porque, a los papás, nos faltaban papás. Qué risas se echaban unos y que susto nos llevábamos otros.
Otra opción era salir a tomar el fresco por la noche a la puerta de casa o la fuente de la carretera donde en su día hemos ido con cubos a por agua para el consumo en casa porque aún no había agua corriente. Oír cantar como divas a algunas de las pequeñas sentadas en el suelo a la puerta de la Solana.
Seguro que recordáis que bien lo pasábamos salpicando agua a los parabrisas de los coches que pasaban por la carretera y cómo corríamos para que no nos identificaran, pero siempre los hay más avispados e iban con el cante a la abuela Isabel que nos leía la cartilla concienzudamente. ¡Han sido los nietos del señor José!
Este recuerdo no es mío, ni siquiera vuestro, es de mi padre, vuestro tío Pepe. Siempre recordaba con cariño al sereno de su pueblo que cuando él era pequeño, cuesta creerlo verdad, el tío Pepe pequeño, recorría las calles del pueblo durante la noche mientras daba las horas y el parte meteorológico. Sí, he dicho bien, el parte del tiempo. Cuando la noche o ya la madrugada se presentaba mala, este hombre del tiempo gritaba: “¡Las cinco y tene mala caaaraaaa!. De esta forma tan peculiar hacia llegar al agricultor el parte meteorológico para que organizara sus labores.
Todos estos momentos que ahora evocamos nostálgicos por las ausencias que nos traen a la cabeza y al corazón forman parte de nuestra historia, esa infancia y juventud que disfrutamos junto a los abuelos, los tíos y esos primeros amigos de la vida de un niño que son los primos.
Antes éramos muchos, ahora somos más. Los que éramos, los que hemos sumado y los que, aunque se fueron, siempre estarán.
María Reyes Sanz 


EN DANZA

Ya es casi la hora, corre que se hace tarde, no tardes mucho en hacerte el moño. El maillot, las puntas… ¡Ya está todo!
Es miércoles por la tarde, la última clase antes del gran día, el Festival. La clase hoy empieza una hora antes, a las 18:30 y acaba como todos los días a las 20:30. Dos horas de:
- ¡Venga chicas muy bien! ¡Otra vez desde arriba! Cuidado con los brazos. Mirada al público, creéroslo chicas, sois bailarinas. Más despacio.
Os adelantáis. Venga tranquilas, otra vez. Un, dos, tres… ¡Así es! ¡Venga, demi plie flexible! Sonreír. Esas rodillas, estiradas, piernas largas. Queréis tocar las paredes. Manos suaves. Como si no os costara nada, ¡muy bien, venga!
Dos horas después, ya estoy en casa contando los días, las horas, los minutos para que llegue el sábado. Ya está todo el vestuario listo, los complementos, falta meterlo todo en la bolsa, y esperar.
- ¡Buenos días! Venga, levanta cariño que ya vas tarde.
- Voooooyyyy
Como todas las mañanas a las siete, ya está mi despertador particular llamándome para no llegar tarde a clase.
Llegamos a la puerta del colegio y todo son niños como yo, cada uno con sus mochilas, bajándose del coche o llegando andando. Me despido de mi madre con un beso y me dirijo a la entrada con los demás. Yo, como siempre, voy justa, pero no tarde. Pfff, me esperan siete intensas horas hasta las tres de la tarde.
Entre explicación y explicación me da tiempo a bailar un poco y repasar mis fallos en la coreografía mentalmente, estoy nerviosa, cada vez queda menos.
¡Por fin, la hora de la comida! Mientras como, hablo con mi madre:
qué tal el día, qué hemos hecho. Anécdotas y bromas de la mañana…
Terminamos de comer, a descansar media hora y a estudiar. No me quito de la cabeza lo poco que queda ya para el Festival… Madre mía, si hace poco estábamos montando el primer baile, el tiempo vuela.
Dos días después, ya es sábado.
- ¡Mamá! ¿Dónde están las horquillas?
- ¡Corre que al final llegamos tarde!
- ¡Tata! ¡Esa es mi bolsa!
- No gritéis que vamos a despertar a los vecinos.
- Veeenga, que quiero pasar al baño.
La casa es un circo, entre la prisa, que si ropa para acá, ropa para allá, perchas por aquí, zapatillas por allá y los olvidos de última hora, al final todo rápido y corriendo.
- ¡Llama a la abuela! ¡Dile que vaya bajando!
- Pero que se dé prisa, que no llegamos.
Ya estamos los cinco en el coche, son las ocho de la mañana, pero estoy como si fuesen las doce, más espabilada que cualquier otro día.
Carretera y más carretera, hasta que llegamos y cambiamos el asfalto por el escenario. Para mi hermana y para mí, el viaje termina aquí, nos bajamos del coche y entramos por la puerta de atrás del Auditorio, la que da a los camerinos.
Según atravesamos la puerta y ésta se cierra detrás de nosotras, cada una se va a buscar a sus compañeras con las que compartimos camerino.
Por los pasillos todo son carreras, prisas, unas buscando a otras, otras ayudando a alguna a retocarse el peinado. Hoy más que nunca, todas nos ayudamos a todas.
- ¿Alguien tiene una horquilla de sobra?
- ¿Y mis medias?
- ¡Cuidado mi tutú!
- ¿Y mi bolsa? ¿Alguien ha visto mi bolsa?
Unas maquillándose o peinándose, otras ensayando, y las demás ayudando en lo que pueden, mientras arriba, en el escenario y las cajas, la directora dirige los ensayos desde la cabina de luces o el patio de butacas.
Las que ya están listas, se sientan en primera y segunda fila a esperar que les toque ensayar o a que empiece el espectáculo.
Después de repasar y requeterrepasar las coreografías, las butacas se empiezan a llenar. Nosotras nos asomamos a través del telón intentando reconocer a alguien pero sin que nos vean. La gente va pasando y sentándose, hablando y comentando entre ellos sus cosas del día a día, reencontrándose después de casi un año sin verse. Los nervios cada vez se notan más y casi se convierten en pánico.
- Madre mía, cada vez viene más gente…- Comentarios de este tipo son los que se te pasan en esos momentos por la cabeza.
Volviendo a los camerinos, los últimos retoques, los últimos ensayos entre nosotras y las visitas al baño de última hora son lo más importante ahora.
- Buenos días a todos…
Se oye desde los pasillos. Ya empieza. ¡Ay qué nervios! Estamos todas pendientes de los bailes para no perdernos nada y salir antes de que nos toque.
En los pasillos se respira más nervios que oxígeno.
El primer baile, el segundo…
- ¡Nos toca, nos toca! ¡Corre corre date prisa!
El escenario está a oscuras, no se oye nada más que los murmullos del público y los latidos del corazón. Y, de repente, la primera nota, la más atrevida, nos sube a las puntas y nos recuerda que sonriamos. Sonreír, creo que es lo más difícil de la coreografía, los pasos los has ensayado
muchas veces, te los sabes de memoria, pero la sonrisa… te concentras y se te olvida.
Subida al escenario, parece que vuelas, te pierdes entra la música, entre las notas, te mimetizas con el escenario y los pasos fluyen con tus puntas, ya ni sientes dolor. Vamos todas a la vez, todas a una, dando el cien por cien. Los pasos salen solos al son de la música, te dejas llevar y lo demás fluye sin más. Si te equivocas, no te bloquees, sigue sin pararte para que el público no lo note, la música no va a parar, así que tú tampoco. En esos momentos todo consejo para tranquilizarse es poco, pero mientras bailas, no paras de pensar: “Tú puedes, ya has hecho esto antes, llevas haciendo esto desde que eras pequeña, tranquila, lo llevas muy ensayado, no tienes por qué fallar, y si lo haces, no pasa nada.” Sientes esa presión en el pecho de saber que en parte, que el baile salga bien o mal, depende de ti, porque si tú fallas las demás se van a confundir, y… caos absoluto.
Miras hacia las cajas y siempre tienes la chuletilla que te chiva la profe por detrás del telón para que, si te pierdes, puedas encontrarte otra vez.
Todo sale bien. Sabes que esto es tu vida, en estos instantes tu corazón late lo más deprisa que puede, porque estás enamorada de lo que estás haciendo, bailar. Sabes que lo estás haciendo lo mejor que sabes, estás orgullosa de tu trabajo y disfrutas del dolor e incluso de los nervios.
No sabes cómo, pero, ¡estás sonriendo!. Porque eres feliz. Bailando se te olvidan todos los males, estás disfrutando de ese minuto que estás subida a las puntas, saltando, girando, mirando con complicidad a tus compañeras, comunicándoos por gestos para coordinaros mejor y que todo
salga redondo. Quieres que tu profesora, tu familia y las personas que han ido a verte bailar se sientan orgullosos de ti y de tu trabajo.
Se acabó, la última nota suena y tú bajas de tu mundo, despiertas del sueño que acabas de hacer realidad. No sabes qué ha pasado ahí arriba, pero lo que sí sabes es que sin esa adrenalina no serías quien eres.
Sales al hall, donde te esperan familia y amigos, todos te felicitan, aunque te equivoques doscientas veces, da igual, para ellos todo lo haces bien y siempre te van aplaudir, aunque te tropieces en medio del escenario, siempre estará fenomenal.
Lucía González

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